JUAN ORTÍ
Galería Coll Blanc, Espai d’Art, Noviembre 2011, Castellón.
Artículo publicado en la revista de cerámica contemporánea Esteka nº12, Chile, 2012.
Juan Ortí (La Coruña, 1974) empezó su andadura artística como muchos otros antes que él, por casualidad. Sumergido, suponemos, en un mar de diversos dilemas estético-profesionales, de padre escultor y madre pintora, finalmente decidió fijar su mirada hacia el vasto mundo de la cerámica. Visitar el taller de Enric Mestre (Alboraya, 1936), fue para Juan Ortí una especie de revelación. Supo, nada más adentrarse en él, que quería dedicarse a la cerámica. Actualmente continúa colaborando con Mestre, tarea que compagina con la de llevar su propio estudio en Torrente.
En sus creaciones predomina la investigación geométrica y las formas puras que rozan el minimalismo bajo un discurso lineal. Dicho de otro modo, si observamos su obra comprobamos cómo ha evolucionado aunque siempre mantiene un hilo conductor, hecho este que le confiere un carácter propio e indiscutible dentro del mundo del arte. Ortí ha conseguido cultivar a lo largo de su trayectoria su propia esencia gracias al dominio y conocimiento tanto de la técnica como del material.
Sus obras suelen estar compuestas por piezas únicas que interrumpe con pequeñas perforaciones. Sin duda, el artista juega con la fuerza de los contrarios, abre a la par que cierra esas piezas cilíndricas, a través de las cuales aparece algo que no estaba allí. Así, surge el efecto sorpresa, aquel que nos demuestra el intento de control –juego– del artista para con su obra y los posibles espectadores. Sin duda, consigue impactar gracias al contraste de volúmenes y la calidez del material empleado. El artista juega con el espacio, con volúmenes que siguen un mismo eje y que aparecen y desaparecen, como en un continuo diálogo que dotan de personalidad propia la obra.
Influenciado inevitablemente por su entorno y por ese espacio arquitectónico que nos circunda, su trabajo parece ser una visión utópica de lo que podríamos considerar una ciudad. Sus esculturas poseen rasgos arquitectónicos que nos recuerdan pequeñas maquetas en las que predominan una serie de figuras de una forma cilíndrica –asemejándose a las construcciones de los silos, a modo de torre, o bien zigurats en el caso de que se presente como una pirámide escalonada–. La presentación y, por consiguiente, percepción de su obra es sencilla, simple y limpia, creando un espacio diáfano.
Lo que hace que la obra de Juan Ortí sea distinta y especial ante nuestros ojos, es su capacidad para transmutar la esencia de la pureza de sus volúmenes: iluminándolos o proyectándolos en un ambiente de luces y sombras, valiéndose de la geometría de la forma. Así, podemos decir que su obra adquiere una nueva dimensión y profundidad mediante la ilusión óptica que transfigurará a las formas. En esta parte del proceso, el artista capta una atmósfera de iluminación que solamente le es revelada en toda su complejidad después de la cocción de sus piezas; de modo que debe enfrentarse al reto de la memoria en cada una de sus obras. Ortí dota a esas piezas de una gran sensibilidad, aportando a su espacio una nueva profundidad imaginada, a través de la ilusión de nuevas perspectivas, argumentadas por los orificios, incisiones o de la tonalidad y los matices precisos que decide aplicar aleatoriamente en el lugar y a la dimensión que considera más oportuna, dotando de este modo, de equilibrio a la obra en sí.
En su trabajo, la tensión de las formas se define en las aristas y los ritmos truncados por cuerpos perpendiculares u orificios que rompen la linealidad rítmica, así como la profundidad se adquiere por el uso puntual y preciso del color. El blanco en la masa de arcilla, sin lugar a dudas, predomina y otorga nuevos matices, que en manos de este escultor modifican su perspectiva al mismo tiempo que revelan sus cualidades táctiles para establecer de nuevo un juego óptico de contrastes, entre la pureza y suavidad que nos transmite la blancura que predomina en toda su obra y la arcilla cocida de apariencia más rústica y rugosa. En definitiva, la obra de Juan Ortí es segura, firme y viene cargada de fuerza, calma y serenidad, llegando incluso a provocar en el espectador curiosidad ante la inmensa blancura a la que nos expone.